La esperanza de Cuba
Cuba del terror, Cuba de la euforia
Juan Carlos Girauta (Tomado de Libertad Digital)
De todas las desdichas que conllevan los regímenes totalitarios, la más perversa es el modo en que penetra las conciencias. Ante la esperanza del fin de la tiranía castrista, ante los estallidos de alegría que la fundada expectativa provoca entre los cubanos libres, a los críticos de dentro les tiembla la voz. Y nuestros medios conceden a esa disidencia interna, que habla desde teléfonos pinchados, más eco –incomparablemente más– que a sus compatriotas instalados en Estados Unidos.
Es lógico el temblor. Están sometidos a un entorno de ficción revolucionaria, propaganda, retórica caduca y brigadas de respuesta rápida. Es comprensible en la isla de las doscientas cárceles. Es lo normal cuando el Estado se infiltra en los más íntimos recovecos del yo. Lo que ya no es tan lógico, ni comprensible, ni normal, es que en España los generadores de opinión sigan aferrados a las mismas categorías con que fueron adoctrinados en algún momento del pasado: en Miami está la extrema derecha, "cubano-americanos" que no conocen la realidad interna y a quienes sólo mueven los deseos de revancha.
Acabo de hablar por las ondas con un disidente interno. Ha afeado la euforia de los que, según él, no tienen elementos de juicio por no vivir la situación desde dentro. Les reprocha que deseen la muerte de Fidel: lo deseable es que se recupere, recobre el sentido común y abra un proceso de democratización. Lo dicho, la penetración de las conciencias. Porque ese deseo no se funda en nada de lo que Fidel ha demostrado en medio siglo: represión, megalomanía, asesinatos, torturas, culto a la personalidad, lavado masivo de cerebros, intromisión violenta en asuntos externos, destrozo de la economía, hambre, estado policial, indignidad, prostitución, invasión en la esfera privada. Desear que se convierta en un demócrata es una actitud infantil. O estúpida. O aterrorizada.
En la isla hay once millones de habitantes. Imagínense una España sumida en la miseria y la dictadura que contara con doce millones de compatriotas a noventa millas de nuestras costas. Esa e s la proporción. Los tres millones de cubanos de Estados Unidos no son la extrema derecha. Son la libertad. Son la esperanza de Cuba. Tienen el ímpetu, las ganas, el conocimiento, los recursos, la influencia sobre importantes centros de decisión política y económica. Y también tienen, que nadie lo olvide, todo el derecho del mundo a intervenir en los asuntos de su país. Su euforia es la de los hombres de bien. Hombres de bien como los disidentes internos, sólo que la libertad permite que no les tiemble la voz porque tienen la fortuna de estar exentos de la desdicha totalitaria y nadie invade su conciencia.
Juan Carlos Girauta (Tomado de Libertad Digital)
De todas las desdichas que conllevan los regímenes totalitarios, la más perversa es el modo en que penetra las conciencias. Ante la esperanza del fin de la tiranía castrista, ante los estallidos de alegría que la fundada expectativa provoca entre los cubanos libres, a los críticos de dentro les tiembla la voz. Y nuestros medios conceden a esa disidencia interna, que habla desde teléfonos pinchados, más eco –incomparablemente más– que a sus compatriotas instalados en Estados Unidos.
Es lógico el temblor. Están sometidos a un entorno de ficción revolucionaria, propaganda, retórica caduca y brigadas de respuesta rápida. Es comprensible en la isla de las doscientas cárceles. Es lo normal cuando el Estado se infiltra en los más íntimos recovecos del yo. Lo que ya no es tan lógico, ni comprensible, ni normal, es que en España los generadores de opinión sigan aferrados a las mismas categorías con que fueron adoctrinados en algún momento del pasado: en Miami está la extrema derecha, "cubano-americanos" que no conocen la realidad interna y a quienes sólo mueven los deseos de revancha.
Acabo de hablar por las ondas con un disidente interno. Ha afeado la euforia de los que, según él, no tienen elementos de juicio por no vivir la situación desde dentro. Les reprocha que deseen la muerte de Fidel: lo deseable es que se recupere, recobre el sentido común y abra un proceso de democratización. Lo dicho, la penetración de las conciencias. Porque ese deseo no se funda en nada de lo que Fidel ha demostrado en medio siglo: represión, megalomanía, asesinatos, torturas, culto a la personalidad, lavado masivo de cerebros, intromisión violenta en asuntos externos, destrozo de la economía, hambre, estado policial, indignidad, prostitución, invasión en la esfera privada. Desear que se convierta en un demócrata es una actitud infantil. O estúpida. O aterrorizada.
En la isla hay once millones de habitantes. Imagínense una España sumida en la miseria y la dictadura que contara con doce millones de compatriotas a noventa millas de nuestras costas. Esa e s la proporción. Los tres millones de cubanos de Estados Unidos no son la extrema derecha. Son la libertad. Son la esperanza de Cuba. Tienen el ímpetu, las ganas, el conocimiento, los recursos, la influencia sobre importantes centros de decisión política y económica. Y también tienen, que nadie lo olvide, todo el derecho del mundo a intervenir en los asuntos de su país. Su euforia es la de los hombres de bien. Hombres de bien como los disidentes internos, sólo que la libertad permite que no les tiemble la voz porque tienen la fortuna de estar exentos de la desdicha totalitaria y nadie invade su conciencia.
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